(Continúa de la crónica anterior)
Qué hicimos en Blue Mountain? Bueno, no esquiamos, principalmente porque no sabemos pero también porque no sabemos. M. Alejo les dirá que él sí sabe, pero deslizarse con esquíes por la montaña sin rodar ni impactar contra otros esquiadores, no es necesariamente saber esquiar. Ya aprenderemos. Mis hijos, yo los miraré desde la cálida seguridad de la cafetería.
Lo que hicimos, en cambio, fue deslizarnos por la montaña en una especie de karting que desafía las leyes de la física, agarrándose a un riel minúsculo y alcanzando a la increíble velocidad de 42 km/h. El Blue Mountain Ridge Runner. Daniel, no solo no vomitó con éxito, sino que además gritaba "Uuuiii!" en las curvas. Matías se mantuvo tenso, e hizo uso del freno en algunas ocasiones, porque él también dudaba de la seguridad, aún estando en Canadá, pero al final le gustó y pidió volver. En otro momento, porque costó 80 dólares pero, la verdad, es que es muy divertido.
También fuimos a un parque acuático al aire libre, donde tuvimos la increíble experiencia de estar sumergidos mientras nevaba. A la vez que se nos congelaban las orejas y la nariz, el resto del cuerpo permanecía confuso, a salvo del frío en el agua caliente. Aunque de ningún modo lo suficientemente caliente para mí, ni para Daniel, pero sí para el resto de la familia y, aparentemente, para los visitantes de Blue Mountain). Dos veces me sometí a la dolorosa experiencia de salir del agua para tirarme por el tobogán, por amor a mi hijo. Era como morir y renacer en una bañera llena de desconocidos y, muy probablemente, pis.
Como corresponde a la tradición alpina, compramos conejos de Pascua en una tienda de chocolates, cenamos en un restaurante con vistas al lago a la absurda hora canadiense de familias con niños (las 6:30 pm), escuchamos música en vivo mientras el último sol del día teñía la nieve de naranja, prendimos la chimenea de la casa (no se ilusionen, se prendía con un interruptor como la luz del techo) y vimos películas.
(Mañana termino. Lo prometo.)