No quiero arrancar el año criticando a mi marido, fuente eterna de inspiración, mi muso moderno, una criatura que, evidentemente, está pagando los pecados de sus vidas pasadas existiendo al lado mío. No quiero, pero… hoy tuve un déjà-vu.
Empiezo por ayer. Ayer, mientras puteaba al gobierno de Ontario por escrito, verificaba que Mati tenga los absurdos 25 libros que necesita para hacer la escuela virtual y trataba infructuosamente de poner buena onda en mi grupo de whatsapp de amigas que están igual que yo; en medio de mi humilde preparación para esta nueva etapa que nos toca vivir, me llamó el jardín de Daniel para decir que cerraba por unos días por un caso de covid.
Mr. Alejo, que ese día se había quedado a hacer teletrabajo, temió quedarse de padre soltero de dos niños y me dijo "Entonces, me voy a quedar más días en casa". Antes de que digan "ahhh" y "ohhh", los invito a seguir leyendo.
Se quedó. Sí. Por la mañana, seguramente después de pasarse media hora en el baño mirando el teléfono, me encontró dormida en la cama de Dani. Me despertó tocándome amorosamente una patita y diciéndome qué hora era, y después procedió a encerrarse en una habitación porque tenía una reunión "por muchas horas". Mientras cerraba la puerta, todavía en calzones y con carita de esposo maltratado que se va a trabajar a la mina de carbón, me dijo "Si te hacés un café, no me traés uno a mí...?"
Antes de que pudiera responder, sonó el timbre y ahí tuve un déjà-vu: dos niños en casa, un marido encerrado haciendo teleconferencias y el señor del delivery del supermercado tocándome el timbre. Esto me hace acordar a un libro que escribí una vez.