Saga de la maternidad y otras aflicciones: Volumen I
Si alguien me sigue desde hace rato y tuvo la oportunidad de leer las llamadas "crónicas de bebito" en su momento, sabrá que mi maternidad empezó con un simple dolor de panza.
Dolor que llevé al médico en Madrid y cuyo diagnóstico, en la nada cálida jerga de médico de familia de seguridad social española, fue "acá hay muchas cacas".
Habría cacas, no voy a cuestionar sus capacidades médicas, pero también había un bebito, como me enteré unos días después frente al test de embarazo, en la soledad de mi baño y mientras intentaba escapar de los invitados a la boda de mi cuñado, que me habían invadido el departamento de Madrid. Qué épocas aquellas, cuando iba al baño sola.
Volví al médico con la noticia y M. Alejo, me mandó a hacer análisis de sangre y nos sentamos de nuevo frente a su escritorio. El doctor no mostró emoción alguna cuando nos confirmó el embarazo. Yo se lo achaqué a su mala onda, a su bajo sueldo, a mi acento argentino o, quizás a cierta vergüenza profesional por no haberle pegado al diagnóstico de la semana anterior.
Pero después entendí que su falta de emoción respondía a otra cosa: no sabía (aunque podría haberlo adivinado por mi enorme sonrisa) qué queríamos hacer nosotros con ese bebito.
Y cuando digo "nosotros" nótese, por favor, que quiero decir "yo y mis múltiples personalidades", ya que el padre no es tal hasta que la madre así lo decida, si entiendo bien biología actual. Debe ser difícil la condición de paternidad latente. No sé cómo los hombres pueden vivir con este tipo de incertidumbre y, aun así, querer compartir con nosotras sus partes íntimas. Será que somos adorables.
"Nos lo quedamos!" Debería haberle dicho al médico mala onda. "Al bebito y al padre también!"