Perdona nuestras ofensas
Hoy 8:04 de la mañana, exactamente 4 minutos más tarde de la hora a la que debería salir de casa para llegar a tiempo a las escuelas de los chicos, con el diluvio universal bañando la ciudad de Toronto, le grité a M. Alejo "No quiero un taxi!" mientras él me miraba, todavía en calzones (M. Alejo no cree en los pijamas) y con el celular en la mano.
Estaba tratando de enseñarles algo a los chicos, pero no estoy segura de qué era. Algo como que la lluvia no es grave, que no pasa nada si nos mojamos un poco, que la vida moderna nos está mal acostumbrando a estar secos pero miren a los Vikingos que se acercaban a recibir a un barco hasta la orilla mojándose todas esas ropas de cuero que, probablemente, no se secarían jamás en la vida.
Así que salimos. Con capas, paraguas y ganas de luchar contra la naturaleza.
Daniel se mojó un poco. Le saqué las botas de lluvia y le cambié el pantalón cuando llegamos al jardín. Su señorita Carla, que llegó en igual estado de semi humedad, dijo con una sonrisa "Me gusta la lluvia, nos lava los pecados!" Y yo pensé "Qué pecados puedo tener yo?!"
Media hora después, cuando cruzábamos el océano que se había formado en el parking de la escuela de Matías, que bien podría pasar a ser uno de los Grandes Lagos, avanzando con el agua hasta las pantorrillas y, de algún modo inexplicable, sumergiéndonos un poco más a cada paso, y escuché a Mati decir "Ya está! Se me inundó el pie!"… Y sentí yo misma cómo el agua se me colaba por el borde de las botas y me bañaba pie y media en un fresco abrazo de lluvia, me di cuenta de cuál había sido mi pecado. El peor. El mejor. El orgullo.