Mundo dos
Hoy les comparto un cuento, fruto de mi extraño cerebro puesto a prueba en el taller de escritura creativa, y de la genialidad de los profesores que me liman las asperezas literarias.
Jesús sabe cuando compran el lubricante barato. Lo siente al levantar los bidones que están en el garaje. El lubricante bueno se mueve haciendo una ola densa en el envase, se pega a los bordes y forma burbujas aceitosas. El barato se mueve para todos lados como agua. Jesús podría trazar la fórmula correcta para expresar todo esto en números. Porque sus manos son expertas en lubricantes, pero su mente ve el mundo en forma de cifras.
Rellena con paciencia tubitos transparentes con dosificador. Uno por uno. Los limpia y los ordena en hileras pares en una mesa ubicada justo en el centro del pasillo. Más tarde saldrán ellos, muy pocas veces, ellas, de las habitaciones para buscar su propio tubito. Los más osados, se llevarán dos. Jesús los irá a buscar a las habitaciones cuando termine la noche, los contará, los lavará y los rellenará de nuevo para la noche siguiente.
También se ocupa de las sábanas. Al principio las hacía un bollo, pero a veces, descubría con horror que salían rosas del lavarropas, por culpa de alguna tanga olvidada. Las peores, salían pegoteadas por acción de agua caliente (siempre lavaba a noventa grados) y un preservativo. Entonces aprendió y ahora las sacude. Los objetos olvidados, o descartados, vuelan por los aires y él después los recoge. Lleva guantes. Por el HIV.
Su madre trabajaba en lugares así. Pero, se escuchaban menos risas felices. En esa época, las risas tenían precio y los sonidos carecían de sinceridad. Jesús se sentaba en la salita cerca de la recepción y leía comics o, a veces, su mamá le prestaba el celular y jugaba al Tetris hasta que se quedaba sin batería. Algunos días, le tocaba hacer las tareas ahí. Acordate que vos sos ciego, sordo y mudo, le decía la Mamá antes de dejarlo. Más de una vez, escuchó voces y le pareció ver el perfil de algún conocido. Pero nunca dijo nada porque Jesús, antes de aprender a distinguir lubricantes, cuando ni siquiera le interesaban los números, aprendió algo más apreciado en ese rubro: la discreción.
Por eso, le pareció una excelente oportunidad cuando lo contrataron en este club. Un lugar elegante. Y, aunque Jesús no sabía realmente cuál era el fetiche de esta gente, a él le daba lo mismo.
Cuando terminó de colocar los tubitos de lubricante en la mesa, miró a ambos lados del pasillo. Las puertas estaban cerradas, todavía no había llegado nadie. Jesús se sentó en la recepción y abrió un cuaderno lleno de fórmulas. La única luz blanca en todo el edificio es la suya, apunta a su cuaderno.
A la noche se sirven copas en el bar, la gente se instala en sillones, hay música, luces de colores. Las camareras se mueven por el salón como gatos, las parejas miran por encima de sus copas a las otras parejas. Se ríen, se mezclan, se tocan. Jesús entrega llaves a grupos de dos o, a veces, cuatro, que se van abrazados por el pasillo. Se paran en su mesita y se llevan el lubricante.
De pronto, una voz pide una llave. Jesús alza la vista porque reconoce esa voz, pero se encuentra con una cara que no sabe distinguir. Una mujer tiende su mano con largas uñas rojas para recoger la llave. Tampoco la mano le dice nada. Jesús la mira con esa cara que le dijeron que no ponga a los clientes, y ella le sonríe y se va por el pasillo.
Seguirá pensando en ella cuando vaya al garaje a rellenar nuevos tubitos de lubricante, y también cuando los coloque en hileras pares en la mesa del pasillo. Y entonces, la puerta de una habitación se abrirá y ahí estará ella.
- Estás pensando que quién soy yo, ¿no?
- Si. Perdóneme, no debería.
- No te preocupes. No me molesta.
- ¿Necesita algo? ¿Está esperando a alguien?
- Puede ser. ¿Sabés que yo sí se quién sos vos? Te reconocí ni bien te vi, inclinado sobre el escritorio con ese cuaderno.
Un rayo caliente le recorre el cuerpo a Jesús, siente su cara ardiendo y agradece las luces rojas del pasillo que camuflarán la vergüenza que siente. Ahora él también se acuerda. La ve parada así, igual que ahora. Pero con mucha más ropa y una actitud más severa. Sin uñas rojas. Está junto a otra puerta, en el pasillo de la escuela, esperando pacientemente a que todos se calmen para entrar al aula. Da un paso y dice Buenos días, alumnos. Y todos repiten a coro Buenos días, señorita. Jesús la ve escribir en el pizarrón los 7 con elegancia, con patitas extra. La ve explicarle los ejercicios de matemática, la belleza de las ecuaciones, la ve limpiarse la tiza de las manos con un pañuelo. No se acuerda de sus manos, ni de sus uñas, pero sí de las palabras que le dijo el día que él lloraba en el banco.
“Sé que tus problemas no son de matemática, Jesús. Está bien llorar. Pero te voy a decir algo, las personas, a veces, pueden irse a otros mundos por un rato. No tenés por qué estar acá todo el tiempo. Buscá una puerta por la que salir cuando no puedas más y metete ahí. Creo que en estos cuadernos podés encontrar esa puerta. Y después salís, no te queda otra."
Esa fue la tarde que Jesús se compró, voluntariamente, su primer libro de matemática, con los ahorros que tenía. Mil años después, vio la sorpresa en la cara del administrador cuando le pidió una luz blanca para leer. Y aún más tarde, la vio a ella parada en la puerta.
-Vení, contame qué estuviste haciendo.
-Seño, mire que yo ya no soy el mismo chico que iba a la escuela.
-Mejor.
Y Jesús vio como sus mundos se acercaban a toda velocidad. Implacables. Y se preguntó si su mano, experta en lubricantes, agarraría un tubito a la pasada.
#maestrosinolvidables
Me encantó!