It's a jungle out there
Cuando me fui a vivir a Buenos Aires, el mundo era cruel. Quizás no tan cruel como es ahora pero, para mí, una jovencita pueblerina acostumbrada a conocer gente por la ciudad y a ser reconocida, y también, capaz de perderse en el camino hacia la Rosa Mística (una panadería que quedaba a dos cuadras de mi casa), Buenos Aires era cruel. La vida salvaje. Sin aliados más que cuando llegaba a territorios conocidos. O sea, el área de la universidad cercana a mi aula o, mi edificio. Y ahí, solo tenía un aliado: el portero, puesto que no conocía ni a mis vecinos.
Nos encontrábamos con mis dos amigas mercedinas, en igualdad de condiciones de desarraigo, una vez por semana, en el Alto Palermo: un centro comercial, cuyo diseño arquitectónico también tuve que descifrar luego de perderme innumerables veces en su interior. Tomábamos un café de McDonald's.
Charlábamos de nuestras aventuras porteñas de lunes a viernes, de la facultad, de los profesores que nos daban miedo. Pero, sobre todo, nos hacíamos compañía en un mundo que todavía nos era ajeno.
Un día, una de ellas contó la historia con la que se fabrican las pesadillas de las jovencitas pueblerinas desarraigadas en Buenos Aires: su hermana se había desmayado en el subte. Sola. Era temprano a la mañana, no había desayunado, hacía demasiado calor y, resultado, se desmayó en un vagón del subte.
No le pasó nada. Pero, su hermana le dijo que, cuando al fin volvió en sí, rodeada de extraños y en vaya-a-saber-uno qué estación, lo primero que pensó fue "¿Tengo la ropa interior buena?"
Porque, en el mundo del que veníamos, una podía desmayarse en el subte, herirse e incluso morir, pero siempre tenía que hacerlo con bombachas buenas. Depilada. Linda para los médicos. Que estudiaron la carrera más desagradable del mundo, que incluye pus, sangre y linfa (si es que eso existe) pero se van a horrorizar si el elástico de mi bombacha está un poco estirado. Si mis piernas tienen pelos. Y Buenos Aires nos parecía cruel.