Crónica de un sábado de verano que no fue este sábado de verano
“Hoy vuelvo a escribir” me dije, viendo los hermosos cuadernos vacíos que tengo apilados en un rincón. Son regalos que me hacen. Para que escriba.
Seguí pensando en escribir mientras preparaba el café, los pancakes y el bacon. Cuando puse el lavavajillas y cuando saqué la basura.
Iba pensando escribir también cuando pedaleaba en la bicicleta por la calle Bloor, camino a una de mis tiendas favoritas.
Porque ya es verano en Toronto y al fin hace calor. Todo esta verde y florecido, los parques están llenos de niños y de chorritos de agua. Puedo ir en bici a todos lados, no hay horarios que nos apuren o nos restrinjan.
Atras quedó el larguísimo invierno y mis brotes psicóticos ante la nieve y el hielo y la total desconsideración de la ciudad de Toronto por las personas que usamos las veredas.
Todo aquello se diluye en mi mente porque voy feliz en bicicleta al sol, los pelos al viento, los niños en casa. Y compro libros, una vela elegante y una mascarilla facial.
Por supuesto que pienso en escribir en ese momento. Y también cuando vuelvo a casa y paro a comprar el almuerzo en un restaurante taiwanés que me gusta mucho.
Hojeo los libros que compré a la hora de la siesta de Adrián (y M. Alejo). Stephen King. “Por supuesto que voy a escribir. Como hizo esta gente!”
Pero después, hay un festival de música y gastronomía latina a unas cuadras de casa. Y vamos. Tomamos limonada sentados en el cordón de la vereda y bailamos un poco de salsa. Y más tarde, es “movie night” esa noche, que es cuando cenamos y vemos una película con los niños.
En medio de la película, me acuerdo de mi idea original y vuelvo a pensar “tengo que escribir”. Pero ya estoy cansada y, una vez más, no tengo nada que contar. Quizás mañana.