Cosas tristes
A veces uno, sin querer, presencia algo triste. Algo verdaderamente triste o, quizás, solo un poco triste, pero que nos recuerda que sí existe el sufrimiento ajeno.
Una vez, vi a un loco que pedía limosnas en el pasillo más caluroso de todo el sistema de transporte de Toronto, y junto a él, tenía un patito bebé en un cartón. Tan chiquito que ni siquiera tenía plumas. No sé quién me daba más tristeza.
Pero lo peor que vi fue una señora. Mayor. Venía caminando con dificultad por la vereda y acarreaba un carrito de la compra, donde tenía atado un enorme manojo de globos de helio. Rosas, blancos, plateados. Un 5 gigante. Todo flotaba por encima de ella y a su alrededor.
Yo estaba en proceso de consolar a un Daniel que había salido muy angustiado del jardín. La vi como caminaba hasta llegar a su edificio. Justo cuando se detuvo, el manojo de globos se soltó y se fue. Volando. Al principio, tan cerca que ella lo persiguió por unos metros, estirando los brazos como para agarrarlo. Después subió más y más. Pasó los árboles, los edificios, y llegó al cielo, donde se perdió de vista.
La señora se quedó ahí. Parada con la boca abierta. Tenía solo un diente en la mandíbula inferior. Era como una caricatura triste. Tristísima. Y entonces, justo cuando yo estaba por ponerme a llorar con Daniel, la señora hizo algo que me devolvió la vida: agarró el carro y empezó a caminar otra vez, volviendo por donde había venido, presumiblemente a comprar los globos de nuevo.
La vida siguió.
Un par de semanas más tarde, traje a los niños a un parque nuevo. En lo alto de un árbol, enganchados en una rama, me encontré un manojo de globos desinflados y un 5 gigante.