A sus pies, rendida una expatriada
Sobre el poder magnético de los monumentos en forma de penacho y lo que me dirían, si hablaran
Cuando hay un landmark en la ciudad, uno se siente inmediatamente atraído hacia eso. Como si fuera un enorme faro recordatorio de dónde estás.
Si cierro los ojos, todavía puedo verme en el colectivo 64, cruzando la Avenida 9 de Julio, los brazos llenos de libros de Derecho, girando la cabeza para ver el Obelisco. Nuestro humilde decorativo fálico, que gana importancia solo por estar donde está. Si tenía suerte, además era primavera, y los jacarandás estaban en flor, y Buenos Aires era hermosa. Mi vida cotidiana nunca me llevaba para ese lado. No hacía turismo por el Obelisco desde que terminaron las vacaciones de invierno en Buenos Aires con mi mamá y mi abuela. Pero nunca dejaba de mirarlo, era una suerte de homenaje a la ciudad que me recibía de prestada.
También me acuerdo de la emoción al descubrir que, desde el balcón de nuestro primer departamento en París, se veía la puntita de la Torre Eiffel. Que bien hubiera pasado desapercibida entre tantos techos à la mansart, si no fuera porque a la noche emite un haz de luz doble que sobrevuela la ciudad. Me lo recuerdo porque sigo sin poder creerlo: desde mi primer departamento en París, se veía la Torre Eiffel. Que vida la mía, que hasta nos dimos el lujo de dejar ese departamento y mudarnos a otro más cómodo pero desde donde no se veía la Torre Eiffel. Porque ya estábamos en París. Pero nunca dejé de mirarla, ni una sola vez, con asombro, ilusión, como con reverencia a la ciudad que me recibía de prestada.
En York, la zona de Toronto donde vivimos, cuando cruzo el puente sobre la autopista, puedo ver el pincho de la CN Tower. También desde el patio de la escuela de Matías. Y es lindo. No sé si el pincho, pero el recordatorio: "Estás en Toronto. Yo fui el Obelisco, alguna vez, y era la Torre Eiffel hasta hace unos meses. Ahora soy pincho." Más alto y más fálico que nunca, ahora que lo pienso, pero no por eso menos atractivo. Rindo homenaje, una vez, más al lugar que me recibe de prestada, y miro el pincho cada vez que paso por ahí. No sea cosa que me olvide el camino recorrido.